Las altas autoridades de San Cristóbal estaban integradas por el gobernador y el alcalde, dos viejos y respetables indígenas, con quienes llegamos a tener un trato amistoso. Estaban supeditados al Teniente Corregidor de Alta Verapaz, en ese entonces Don Julio César Garrido, un culto español con quien nos sentimos comprometidos a hacerle una visita personal en su residencia oficial. Así, pues, cabalgamos a Cobán, donde nos recibió muy amablemente y prometió fomentar nuestra empresa con todos los medios a su alcance; pero muy a pesar nuestro poco después lo transfirieron a un departamento más importante en Los Altos -para desgracia suya, pues dos años más tarde cayó muerto durante la Revolución (La Revolución Liberal de 1871) en una batalla en Totonicapán.
Una visita a Cobán no se podía llevar a cabo en un día, pues se requerían cuatro horas enteras para la cabalgata de ida y otras cuatro para el regreso, y nosotros deseábamos conocer también a los funcionarios de gobierno y a las personas notables, en especial a los extranjeros radicados en el lugar. Como no había un hotel en Cobán, aceptamos muy agradecidos la amable hospitalidad que nos ofreció el único alemán del lugar, el señor Heinrich R. Dieseldorff. Él había llegado hacía cuatro años de Zacapa, donde ensayó el cultivo del algodón. En Cobán fundó primero un negocio muy modesto de importaciones y exportaciones, luego compró una linda finca, Chipoc. Le había ido bien, vivía tranquilo y muy contento en una casa cómodamente amueblada, en la que su esposa y sus hijos nos dieron una calurosa acogida. Con gusto debo enfatizar que mi amistad con él ha resistido la prueba de casi cincuenta años y aún continúa inalterable. Su tienda en el portal de las arcadas del Cabildo enclavada entre una serie de negocios de ladinos similares, dedicada entonces sólo a la venta al detalle, estaba surtida de artículos preferentemente para indígenas; la venta era todavía bastante modesta, pero luego se desarrolló rápidamente, de manera que en pocos años Dieseldorff tuvo que construir una bodega al lado de su casa de habitación, sobre todo cuando quedó concluida la carretera a Panzós.
Como única competencia digna de mención que entraba en consideración, era Don Chico Planas, un español, a quien habíamos conocido ya antes, cuando nos llevaba como cartero voluntario nuestra primera correspondencia. Planas era un personaje único, a quien aprendimos a respetar y a valorar como un hombre eficiente y trabajador y del todo honesto. Hacía negocios ya más importantes, principalmente en la exportación de café. Compraba y juntaba toda la cosecha de los pequeños productores y poquiteros, la recibía en pergamino y la limpiaba en una retrilla instalada cerca de su casa y luego la exportaba vía Izabal y Belice. Después de varios años logró retornar con una bonita fortuna a su patria española, donde llegó a ser director de un banco.
Un par de días fueron suficientes para llegar a conocer a los pocos colonos blancos restantes, entre quienes el más interesante era Don Julio Rossignon, representante de una empresa francesa y director de su plantación Las Victorias. Rossignon era un hombre culto, con inclinaciones y conocimientos científico-naturales que yo compartía. Poseía una biblioteca y como periodista se dedicaba a escribir frecuentemente artículos con el fin de hacer una activa propaganda por la Verapaz, a la que amaba. Es una lástima que su actividad teórica resultó ser mucho mejor que su práctica, pues no logró hacer de Las Victorias una plantación modelo ni alcanzó cosechas que valieran la pena; su sucesor Alphonse Roy, poseedor de una buena voz de tenor, tampoco tuvo éxito; después de algunos años tuvo que ser liquidada la empresa, menos la maquinaria.
También debo mencionar a Samuel Slattery, cuñado del señor Dieseldorff, quien trabajó como caporal en Chipoc; Henry Nairn, un viejo escocés que se ganó la gratitud de los indígenas, a cuyo hijos vacunó contra la viruela; Don Camilo Borja, un chileno propietario de la finca Sachamach, y Katharina Kreitz, una alemana honrada y laboriosa, cuyo marido era un herrero diestro, formado en Alemania, de apellido Antillón.
A esta primera visita le siguieron pronto otras a Salamá y San Jerónimo, que nos relacionaron con extranjeros establecidos en Baja Verapaz. Primero nos topamos con un alemán, Peter Günther, que vivía en una pequeña finca en Santa Rosa con su esposa ladina y tres hijas; la mayor de ellas, Braulia, era una joven que llamaba la atención por su belleza. En la casa de Günther los viajeros extranjeros encontraban alojamiento limpio y alimentación para ellos y sus cabalgaduras. Günther era empleado de la Compañía de Aguardientes; su tarea como guía de una patrulla de resguardo era riesgosa, pero ésta lo había familiarizado con las guaridas más recónditas del departamento, con todos los caseríos y parajes más pequeños y conocía cada choza; pero a diferencia de la mayoría de sus colegas, Günther apenas se hizo enemigos, aunque ejercía el oficio nada popular de descubrir y destruir las destilerías clandestinas, lo hacía de manera humana.
En Salamá vivía un inglés gordo y agradable, Don José Carter, que fue electo alcalde en 1868, una distinción que no ha alcanzado ninguno de sus paisanos en todo el país. Carter poseía bienes inmuebles en Cobán y con frecuencia utilizaba el pretexto de ir a verlos para hacernos visitas bienvenidas en Pantocán.
A nuestra primera presentación en Cobán le siguió muy pronto una segunda, con motivo de la llegada del Presidente de la República, Don Vicente Cerna, quien con una numerosa comitiva emprendió un viaje de inspección a la Verapaz. Nosotros fuimos a saludar al alto funcionario, un hombre nada orgulloso, que como lego de la Orden de los Jesuitas simpatizaba con el clero, pero no nos lo hizo sentir; seguramente era un hombre probo y honesto, para caracterizarlo basta con señalar el apodo que le puso el lenguaje popular: “huevo santo”.
Mucho más importante que la conversación con Cerna fue para mí la oportunidad de entrar en contacto con su Ministro de Gobernación, Don Manuel Echeverría, un abogado extraordinariamente inteligente, culto y refinado y de carácter intachable. Me alentó a que expresara mi opinión libremente sobre lo que había visto y vivido, y platicó varias veces conmigo detenidamente sobre las perspectivas y posibilidades de desarrollo de la Verapaz, así como sobre los pasos para elevar el departamento, a lo cual enfaticé la urgente necesidad de mejorar las vías de comunicación hacia Panzós.
Defendí ésta iniciativa y me pidió ponerla por escrito, más adelante también en cartas, y logré que para la temporada seca del año 1870 el gobierno pusiera en marcha el proyecto de una carretera y autorizara los medios necesarios para su construcción. Sin embargo, tuve que comprometerme a realizar el trazo del camino y dirigir los trabajos -gratuitamente-, pero hice el sacrificio con gusto en interés propio.
Otro acompañante de Cerna era Don José María Saravia, quien sustituía al Ministro de Justicia y era presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País, la única sociedad científica en Guatemala; tan pronto como regreso a la capital me propuso como miembro correspondiente de ésta y, a fines de abril, se efectuó mi elección como tal.
Excelente información gracias por compartir.
De nada, para nosotros es un gusto compartir la historia de la región, pendiente que son mas de 8 partes. Saludos
Magnifico Juan que interesante y ademas la forma franca y espontánea de la narración me encanto! Gracias