Antes que nuestro último hijo alcanzara la edad de cuatro semanas, mi esposa se sentía lo suficientemente repuesta como para emprender, en mayo de 1880, un viaje a Europa conmigo y los tres hijos mayores. Al pequeño lo dejamos con una nodriza saludable, bajo la tutela fiel y concienzuda de la señora Kolling; el compadre, el General Molina, prometió supervisar el desarrollo de su ahijado; Molina cumplió con su palabra, sólo porque con eso podía combinar a la vez lo útil con lo agradable, o sea cortejar a la señorita Luisa.
Al arribar a Panzós, nos regocijamos con un telegrama del señor Thomae, en el que nos participaba el feliz nacimiento de un hijo robusto, Carlos. La misma noche llegaron de Senahú los señores Bird y Champney, quienes se unieron a nosotros a la mañana siguiente en la prosecución del viaje, río abajo, en un lanchón descubierto y fuertemente cargado con sacos de café. El paseo se volvió peligroso, pues tuvimos que pasar la noche en la desembocadura del Polochic hacia el Lago de Izabal.
A la mañana siguiente sobrevino un fuerte oleaje, que hacía imposible alcanzar Izabal. Nos bajamos a tierra lo más pronto posible y caminamos a pie a lo largo de la orilla del lago. Gracias a la amable ayuda de los dos jóvenes estadounidenses, que se turnaron en llevar a los niños sobre sus espaldas, teniendo que cruzar numerosos riachuelos, todavía logramos llegar por la tarde al pueblecito, donde nos recuperamos rápidamente en la casa de nuestro corresponsal Don Cristóbal González (los señores Bailey habían fallecido unos años atrás) del gran esfuerzo realizado bajo el calor del sol ardiente. El que mi esposa no tuviera que sufrir de ningún modo por las consecuencias de dicha travesía se debió únicamente a su excelente constitución y a su admirable valor.
Continuamos a Belice, de allí a Nueva Orleáns, en el vapor “Wanderer”, luego en tren a Niagara Falls, Albany, New York y, finalmente, en el vapor del Lloyd “Habsburg” a Southampton. El viaje transcurrió sin dificultades y terminó en casa de mi suegra, en Penge, cerca de Londres.
A principios de enero de 1881 retornamos sanos y salvos a Cobán. En marzo del mismo año enfermó mi hermano de angina pectoris, una dolencia de la que (siguiendo el consejo del Doctor Mayorga) esperaba restablecerse en Lívingston, con su clima cálido y con la ayuda de la brisa marítima. Su estado de salud mejoró tanto, que se construyó allí una casa para poder pasar repetidas veces temporadas de cura en ese lugar. Pero apenas retomaba a Cobán, le volvían los ataques tan dolorosos; eso le ocurrió después de varios intentos, hasta que consultó a un buen médico estadounidense, quien lo convenció de que era imposible curarse de su enfermedad en el clima de Cobán. Después de esto se vio obligado a cambiar definitivamente su lugar de residencia, ante lo cual decidió trasladarse a Lívingston, lo que hizo el 15 de marzo de 1882, después de haberse separado previamente de la empresa.
La importancia de Lívingston como puerto marítimo para la Verapaz y Cobán creció fundamentalmente como consecuencia natural del ya iniciado tráfico de vapores de carga y correo de Nueva Orleáns, tanto más cuando aumentó el número de plantaciones de café y su producción, así como las importaciones de mercancías, de manera que la utilización Izabal como estación intermedia para el transbordo de todos los bienes se hacía sentir incómoda e innecesaria e hizo ver la urgencia de una comunicación directa con Panzós.
En consecuencia, en la última semana de febrero de 1880 los estadounidenses John T. Anderson y William Owen presentaron a los comerciantes de Cobán y a los caficultores un proyecto para establecer dicha comunicación, con un vapor de río adecuado, la cual recibió una pronta acogida. Anderson y Owen exigieron a los interesados la promesa de todos los fletes, a cambio ofrecieron un transporte rápido y seguro por conocimientos de embarque con tarifas moderadas. Sobre esta base se llegó a un acuerdo. En Cincinnati (Ohio) encargaron un vapor con rueda de popa, con 11 pies de largo y 24 de ancho, una capacidad de 50 toneladas de carga, cuyo calado debía alcanzar sólo 26 pulgadas de profundidad. El vaporcito se llamó “La Esperanza” y arribó- a Izabal con sus dos propietarios el 7 de diciembre de 1881, después de una tormentosa y peligrosa travesía por el Golfo de México. Al día siguiente llegó a Panzós.
Mi hermano se había embarcado en Lívingston en el vaporcito, con lo cual fue el primer pasajero en hacer el viaje. Nos contó que el barco podía llevar una carga de 800 sacos de café y que el viaje de ida y vuelta Panzós-Lívingston lo podía realizar cómodamente dos veces por semana. En esa ocasión ya se transportaron mercancías; la navegación río abajo duraba sólo seis horas hasta Izabal, con 759 sacos de café. Sin embargo, la cosa no fue siempre tan fácil, porque al avanzar la temporada seca el descenso del nivel del agua hacía dificultosa la navegación; surgían al paso bancos de arena, en los que el vapor solía encallar con frecuencia.
Así me ocurrió en febrero de 1882, cuando cabalgué hacia Panzós para conocer “La Esperanza”, tuve que esperar su llegada tres días, pues demoró ese tiempo para pasar la barra del Río Cahabón. Aunque el barco no estaba lejos, pues podía oír su silbato, estuve a punto de no esperar más y envié a mis cargadores con el equipaje y el catre a la estación anterior; sin embargo, antes de partir, ya venía el vapor. Antes de que hubiera terminado con el reconocimiento, apareció Maudslay en un cayuco, quien también lo había esperado conmigo.
Aceptamos la invitación de Owen y pasamos la noche a bordo, en los camarotes para pasajeros lindamente amueblados, dormimos en magníficas camas, protegidos por buenos mosquiteros y nos ofrecieron comida deliciosa.
Mi hermano trasladó poco después, en marzo, a su familia a Lívingston, y todavía encontró aguas poco profundas en el río. A él le tocó hacer el recorrido de Panzós a Izabal en siete días, desde luego la carga a bordo era muy grande: 1,800 quintales de café; por lo que la lancha se quedaba atascada en algunos lugares donde siempre había pasado fácilmente. “La Esperanza” tuvo una vida corta, en julio de 1883 se fue a pique por una fuerte tormenta en el Lago de Izabal con una carga de 1,300 sacos de café, que no obstante -excepto una partida perteneciente a Don Emilio Goubaud-, estaban asegurados por una póliza abierta a partir de Panzós. La tripulación y los pasajeros se salvaron; entre éstos se encontraba la hija menor de mi hermano, Carlota Mercedes, que a su partida había quedado bajo el cuidado de nuestro fiel mayordomo Miguel Reyes.
Con el transcurso de los años la situación del país se tornó difícil; la disputa fronteriza con México, que amenazaba llevar a una ruptura, exigía preparativos costosos. El movimiento de tropas y el reclutamiento general de hombres, con la consiguiente sustracción de brazos al trabajo en las fincas, producía un efecto terriblemente deprimente en amplios sectores. La agricultura y el comercio sufrían de todas maneras por la baja en los precios del café; en todas partes la gente empezaba a tener miedo y temía crecientes dificultades de naturaleza comercial, aunque menos en la Verapaz, donde la importación de mercancías todavía estaba predominantemente orientada a las necesidades de los indígenas, a diferencia de la capital; allí ya imperaban situaciones turbias y críticas, y paulatinamente empezaron a tambalearse varias firmas importantes de antiguo arraigo.
Con motivo de la separación del señor Lehnhoff de la empresa Hockmeyer & Co. y por mediación del Ministro alemán, Werner von Bergen, decidí ingresar en su lugar a la empresa Hockmeyer & Co. tras meditarlo largamente y después que el señor Thomae estaba dispuesto a hacerse cargo de mi negocio en Cobán, el cual continuó existiendo más adelante bajo el nombre de Mauricio Thomae, en vez de Sarg Hnos.
El 1 de agosto de 1883 dejé Cobán, lugar donde viví 10 largos años feliz y sano, para trasladarme a la capital en compañía de mi familia. Nuestro amable compadre, el General Molina, nos alegró la noche anterior con una serenata. Para la despedida, la banda de la ciudad entrenó especialmente la pieza ‘”Amor secreto”, escrita y donada por la señora Thomae. Nuestra partida estuvo acompañada de una gran afluencia de extranjeros y nacionales, y poco antes de Santa Cruz nos salió al encuentro casi todo San Cristóbal, se nos unió y cabalgó dos horas de camino con nosotros hasta Tactic. Nuestro viaje se vio favorecido por un tiempo seco precioso; mis damas, sin embargo, estaban bastante cansadas y desolladas cuando arribamos a la capital, el 4 de agosto a las cinco de la tarde.
Con esto terminaron realmente mis relaciones con Alta Verapaz; después ya sólo llegué una vez más a visitar a los amigos, en 1885, cuando fui ascendido a Cónsul Imperial en Guatemala. Para Cobán he guardado un cariño fiel y cálido hasta el día de hoy, lo mismo que para mi esposa.
¡FIN!
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