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Memorias de Franz Sarg; Parte I

Familia Sarg en Alemania

En enero de 1867 había regresado yo a casa después de varios años de ausencia, en Argentina, cuando recibí la invitación de mi amigo y compañero de estudios Richardson, quien había llegado poco antes a la casa de sus padres en Edimburgo. Decidí visitarlo y me dirigí allí para intercambiar con él las últimas experiencias vividas desde nuestro último encuentro.

Como empleado de una compañía minera inglesa, cuyos yacimientos y planta metalúrgica se encontraban en Alotepeque, departamento de Zacapa, República de Guatemala, Richardson había tenido la oportunidad de conocer ese país y de formarse una opinión extraordinariamente favorable de su clima, sus habitantes, sus condiciones de vida y posibilidades de trabajo, por lo que se sintió inclinado a buscar allí un nuevo campo de acción. Este deseo estaba en perspectiva por medio de la oferta de un comerciante mayorista de la capital, Don Jorge Klée, quien ciertamente le pedía explorar unas minas de plomo ubicadas en los terrenos de su hacienda San Joaquín, cerca de San Cristóbal, en el Departamento de Verapaz, y de rendirle un dictamen sobre la capacidad de su rendimiento.

Si esto último resultaba favorable, después de levantar un plan de explotación se daría inicio a la empresa minera en gran escala bajo la dirección de Richardson o de un perito propuesto por él. Las condiciones que ofrecía Klée eran tan ventajosas que Richardson las habría aceptado sin más si no hubiera tenido la sensación que él, como profesional de la metalurgia, no estaba a la altura de realizar el trabajo de la parte minera. Entonces trató de ganarme para eso, pues era lo que correspondía a mi profesión. Me incliné a aceptar su oferta y después de una activa correspondencia con Klée, que se extendió por casi todo un año, decidimos viajar a Guatemala.

Mientras tanto había retornado a casa otro amigo, Alfred Schubart, quien después de una revolución se vio obligado a dejar su puesto de contador en la misma compañía donde trabajé, y al saber de nuestros planes, nos pidió poder unirse a nosotros. Así, entrado el otoño, emprendimos juntos el viaje vía Nueva York, y a fines del año 1868 llegamos a Belice, desde donde continuamos al entonces único puerto de ingreso a Guatemala sobre la costa del Atlántico, la pequeña población de Izabal.

Aduana de Livingston

Allí se habían establecido dos casas importadoras europeas de importancia, Bailey & Castillo y Cristóbal González. Sus jefes, un ciudadano de Estados Unidos, de nombre Potts y el Corregidor Degollado, casado con una estadounidense, conformaban el contingente de la población blanca. En la casa de los amigables súbditos ingleses George y William Bailey encontramos una cordial acogida, y ellos nos procuraron el medio de transporte para continuar el viaje por la laguna (Lago de Izabal) y el río Polochic hasta Panzós en un bongo, o sea una canoa grande con un toldo de palmera para protegernos del sol. El viaje por el río duró tres días, y lo que nos ofreció de bonito y digno de ver fue fuertemente contrarrestado por la plaga de mosquitos que nos hizo sufrir día y noche.

Gracias a la ayuda de Neill, un estadounidense que manejaba una agencia en Panzós, encontramos mozos para cargar nuestro equipaje. El señor Klée nos había enviado al encuentro las cabalgaduras y un guía en la persona de un ladino, Félix Leal. Tras descansar un día, continuamos el largo viaje y, al cuarto día arribamos a San Cristóbal vía Telemán, Tucurú, Tamahú y Tactic. Allí nos instalamos en la encantadora casita Pantocán, la cual por su maravillosa ubicación y vista hacia el este nos gustó tanto porque brindaba un grandioso panorama sobre la laguna (de Chichoj, San Cristóbal Verapaz) que poco después la compramos y la arreglarnos cómodamente.

Las primeras impresiones del país y de sus habitantes respondían en mucho a las expectativas que me había formado con base en las descripciones de Richardson, y éstas eran decididamente favorables. En lo particular nos sentirnos agradablemente conmovidos por la amable y cordial bienvenida que nos brindaban, en todas partes, la población ladina, las autoridades locales, hasta los indígenas, pero sobre todo los curas párrocos. Las parroquias de la Verapaz estaban ocupadas, desde antes, por frailes de la orden de los dominicos, en su mayoría mexicanos. Estos no mostraron ningún prejuicio contra nosotros como herejes, o celo fanático por convertirnos; de todos ellos experimentamos, inmediatamente y también después, ayuda desinteresada digna de agradecimiento que facilitó nuestros propósitos.

Nos fue fácil establecer buenas relaciones con las familias de los ladinos, que en aquel entonces era toda gente sencilla y honesta. El papel principal lo jugaban el maestro de la escuela y secretario municipal Bernardo Gómez, así como el hombre más rico del lugar, Lico Solís, cuya esposa Paula abastecía al vecindario con aguardiente al por mayor y menor. Había allí, además, una serie de personas, que por poseer un cafetalito con un par de cientos de arbolitos o ser maestros de un oficio se consideraban de la “sociedad”. Entre éstos estaba Chepito Barahona, padre acomodado del que fue posteriormente cura párroco de la ciudad de Cobán; Luis Hernández, propietario de una mina de sal en el Río Negro, que sólo era accesible cuando el agua estaba baja; Jesús Mancilla, un cuñado de Fray Luis; Mariano Chavarría, a quien más tarde le compramos el cafetal Pancorral ubicado en el lado sur de la laguna, pero todavía entre los linderos del pueblo, con una buena casa y retrilla; Juan Tercero, el herrero, entre otros. El sector comercial estaba representado por una dama soltera, Jacinta Barrios, la única persona en el lugar que poseía una pequeña tienda, que dependía casi exclusivamente de clientela indígena, mientras que los ladinos se abastecían ya sea en los negocios de la feria que llegaban cuando había fiesta o en Cobán.

San Cristóbal Verapaz

Los indígenas pocomchíes eran sencillos, buenos, limpios y muy honrados, en tanto no se les acercaba la tentación en forma de aguardiente; sin lugar a dudas e influenciados por nuestras buenas relaciones con el Tata Cura, representaban una complaciente fuerza de trabajo dispuesta a trabajar por el salario de un real por día; también nos abastecieron de leña para la cocina, carne, aves, huevos, forraje para nuestras bestias etcétera. Como sólo muy pocos de ellos hablaban y entendían español, y eso muy deficientemente, la cocinera Agapita Flores, una ladina vieja muy eficiente (que años más tarde fue conocida en amplios círculos como la dueña de un pequeño y sencillo hotel en Tactic), y el inteligente Félix Leal, a quien empleamos como mayordomo, tenían que servir de mediadores para entendernos con ellos.

Con el propósito de obtener el dinero necesario para nuestros gastos corrientes, por recomendación del señor Klée entré en arreglos con Don José María Figueroa, un comerciante de posición bien acomodada en Salamá, cuya casa comercial la dirigían su esposa e hija, mientras él visitaba en intervalos regulares las principales plazas de Alta Verapaz con sus voluminosas existencias y dirigía, a la vez, con ojos vigilantes, el consumo de aguardiente, que tenía en arrendamiento para ese período. Nos pusimos inmediatamente en contacto con él y le informamos de nuestro establecimiento, que fundamos bajo el nombre de F.C. Sarg & Co.; nuestras relaciones con él fueron buenas en tanto duró nuestra estancia en San Cristóbal.

Carlos H. Sarg en Finca de San Cristóbal Verapaz

Mientras se llevaba a cabo lentamente nuestra instalación en Pantocán, empecé a investigar las minas de plomo, en total tres. Estas habían sido completamente abandonadas varios años atrás, por lo que encontré los accesos soterrados y medio escondidos entre los matorrales. Primero tuvimos que hacer trabajo de descombro por varias semanas antes de siquiera poder llegar a los filones. Pronto nos dimos cuenta de que la explotación anterior se había realizado en la imaginable forma del pillaje más primitivo; en consecuencia, fue imposible empezar y no fue sino hasta varios meses después que pudimos iniciar con el verdadero beneficio y crear las bases necesarias para rendir un informe confiable.

En sí, el filón mostró ser rico en plomo (en promedio 24 por ciento) y fácil de fundir, pero tan pobre en plata, que la producción de este metal no resultaba rentable, incluso con los precios de plomo en aquel entonces bastante altos, sobre todo en vista de las dificultades y el alto costo del transporte que sólo era realizable por medio de los cargadores indígenas.

En enero de 1869 emprendí un viaje a Cubulco y Chiantla con la esperanza de encontrar allí filones más ricos y de unirlos a la empresa de San Cristóbal, pero no obtuve mejores resultados. Finalmente, después de haber producido 80 quintales de plomo y de haberlos enviado, tuve que rendir mi dictamen en el sentido de que bajo las circunstancias imperantes no se podía entrever una rentabilidad para el señor Klée ni para nosotros.

Carlos H. Sarg camino a Chinautla

En todo caso, el fracaso de este intento fue fácil de soportar, pues no teníamos que quejarnos de ninguna pérdida financiera; por el contrario, mientras tanto habíamos adquirido conocimiento del negocio del café, tanto de las plantaciones como de las exportaciones, asimismo tuvimos varias veces la oportunidad de comprar pequeñas propiedades y terrenos aún en barbecho, apropiados para el cultivo del café. Así que la decisión de dedicarnos a la agricultura en vez de la minería no fue difícil para nosotros, sobre todo porque San Cristóbal nos llegó a gustar mucho.

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